Tierra, Aire, Fuego... y Vino
En Lanzarote aprendieron a sembrar viñedos entre las cenizas que cubrieron su superficie tras las erupciones volcánicas del siglo XVIII. Así crearon un sistema de cultivo único, hoy convertido en atracción turística, con el que elaboran un vino casi milagroso.
Si se contempla solo la fotografía no se entiende la realidad. Al contrario. Aquí, en Lanzarote, esa realidad es como un juego de contrastes, como un baile de máscaras. Los volcanes, los más de 200 que hay en esta isla única de las Canarias, no son los malos de esta historia, aunque inicialmente lo fueron. Como el mar, ese océano Atlántico que nos rodea infinito, no es tampoco el bueno del guion. Pero todo esto tiene una explicación. En 1730 los volcanes que hoy forman el Parque Nacional de Timanfaya entraron en erupción y durante casi seis años escupieron piedras y cenizas. Cuando volvieron a hibernar, toda la isla, pero sobre todo la parte central, estaba cubierta de grava volcánica, de rofe, como aquí la llaman. Los isleños trataron entonces de retirarla para poder sembrar de nuevo los cereales que antes cosechaban, lo único que crecía. Pero había tanta ceniza acumulada, tanto rofe, que aquello se antojó una misión imposible. Así que mirando a aquellos volcanes que habían convertido la isla en una inmensa chimenea apagada, en una tierra yerma, decidieron hacer agujeros en el suelo y atravesar esa ceniza para buscar el suelo fértil, dondequiera que estuviese. Y cuando lo encontraron, al fondo de aquellos agujeros cónicos, como volcanes invertidos, plantaron viñas. “En esta zona, el vino es una rareza, no debería existir. Es casi milagroso”, resume Jorge Rodríguez, enólogo de la bodega El Grifo, la más antigua del archipiélago y también una de las decanas de España.

Aquellos campesinos lanzaroteños descubrieron así que el rofe, en una isla seca como esta, filtraba el rocío de la madrugada hasta que alcanzaba esa tierra, y que después servía como aislante frente al sol y ayudaba a conservar esa poca agua, esa poca humedad, en aquella tierra arcillosa y profunda donde habían enraizado las matas. Y las viñas crecieron. Y llevan ya haciéndolo durante siglos. Con ellas empezaron a hacer vino. Blanco, sobre todo, de la malvasía volcánica, como se llama la principal uva de la isla, la más famosa, única de este lugar. Y llevan también ya siglos haciéndolo. “Aquí hay que ponerle mucho, mucho empeño a la viña para sacar adelante el cultivo, porque además el rendimiento es bajísimo”, argumenta el enólogo.
Ese vino hoy tiene una denominación de origen reconocida desde hace 29 años, 21 bodegas que lo elaboran oficialmente y más de 1800 productores de uvas, la mayoría de ellos familias que no viven del campo pero que ganan un dinero extra con las viñas y que, sobre todo, mantienen así la tradición y la fiesta de la vendimia. Y todo eso, por culpa, o gracias, a aquellos volcanes, malos y buenos de la misma historia.

Pero no solo se trata ya de trabajar con este sistema tan especial y complicado de cultivo que se emplea en la zona de La Geria, en el interior de la isla más volcánico y más cubierto de rofe; sino de hacerlo, además, con un clima casi desértico y contra unos vientos, los alisios, que soplan tumbando árboles, palmeras y arbustos como si hicieran la ola al unísono y que obligan a proteger los viñedos con muros de piedra.
De hecho, resulta milagroso que las bodegas y sus viñedos se hayan convertido en otro de los atractivos de la isla. Lanzarote no vive de su vino, sino del turismo. Recibe más de tres millones de visitantes al año que acuden, sobre todo, buscando sus poblaciones de costa en el sur como Arrecife o sus playas bellas y salvajes como Famara. Sin embargo, el encanto único de su skyline de volcanes, de los paisajes indómitos que sus erupciones moldearon en el pasado y de esos viñedos en hoyo son los reclamos que hacen tan especial a la isla. De ahí que hoy se organicen rutas de senderismo en las zonas de La Geria y de Masdache, donde se concentran la mayor parte de las bodegas. “Desde la llegada del turismo en los sesenta nos habíamos desconectado de la naturaleza. Y estas caminatas nos permiten explicar cómo es el entorno, pero también de dónde venimos. Y eso sirve tanto para la gente de fuera como para los vecinos que viven aquí”, explica Ignacio Romero, biólogo y guía de Senderismo Lanzarote. Porque la historia de la isla y de sus vinos no solo se cuenta por esos volcanes, sino también, como decíamos, por su agua. Por su carencia y por su abundancia. Lo primero porque, hasta los años sesenta, cuando empezaron a llegar los turistas a la isla, no hubo una planta desalinizadora y el agua debía traerse en barcos. La isla dependió históricamente de otras islas vecinas para sobrevivir. Y todavía hoy esa localización, esa dependencia, le afecta. “Por eso yo digo siempre que vengan a Canarias a beber nuestros vinos. Es mejor y más fácil que comprarlo en otro lugar”, resume Oliver Pacheco, de la bodega Guiguan, en el municipio de Tinajo.
Eso es lo segundo. La mayor parte del vino de la isla, de ese blanco suave y seco que se toma frío en el verano casi eterno de Lanzarote, se vende en la propia isla o en el resto del archipiélago. Solo un pequeño porcentaje viaja a la península, a algunos países europeos o a Norteamérica. En esta historia de fuego y cenizas, el agua abundante, el océano, ya lo decíamos, no es el bueno de la película. Exportar, o intentar hacerlo, resulta demasiado caro y complicado, por transporte, aranceles e impuestos, para las pequeñas bodegas. Ya tienen suficiente con mimar a sus uvas para que sigan brotando entre las cenizas.
